LAS OBRAS DE NUESTRAS MANOS

El tiempo de nuestra muerte no lo determina nada ni nadie aquí en la tierra. Esa decisión la toman los concilios en el cielo. Cuando hayamos hecho todo lo que Dios tiene en mente para nosotros, entonces y sólo entonces Él nos llevará al hogar celestial —ni un segundo antes. Y, como escribió Pablo: «David, habiendo servido a su propia generación según la voluntad de Dios, durmió» (Hechos 13:36).
Mientras tanto, hasta que Dios nos lleve con Él, hay mucho por hacer. «Me es necesario hacer las obras del que me envió, entre tanto que el día dura —dijo Jesús—. La noche viene, cuando nadie puede trabajar» (Juan 9:4). La noche vendrá cuando cerremos nuestros ojos en este mundo de una vez por todas o cuando nuestro Señor regrese para llevarnos para estar con Él. Con cada día nos acercamos un poquito más a ese momento.
Mientras tengamos la luz del día, debemos trabajar —no para conquistar, adquirir, acumular y jubilarnos, sino para hacer visible al Cristo invisible tocando a las personas con Su amor. Entonces podemos estar confiados en que nuestro «trabajo en el Señor no es vano» (1 Corintios 15:58). —DHR
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